Presentamos el texto íntegro de la interesantísima conferencia pronunciada el pasado martes 10 de marzo por el redactor jefe de ABC de Sevilla, D. Javier Rubio, en el Foro Nuestro Padre Jesús de la Victoria.
“Las cofradías, juventud de la Iglesia de Sevilla”
Buenas noches
Me van a permitir el atrevimiento -que no puede tener otro nombre- de que les dirija esta conferencia nacida, sin duda, de la osadía de una junta de gobierno y de su director espiritual a los que agradezco más allá de los límites de la cortesía obligada el ofrecimiento para dirigirles esta noche la palabra. Cuando me propusieron engrosar inmerecidamente la lista de comparecientes en este foro Jesús de la Victoria, de inmediato me asaltó un temor que entonces compartí con el consiliario que me trasladó la propuesta y que ahora comparto con todos ustedes a modo de proemio: de qué podría hablarles a los hermanos de mi querida hermandad de la Paz de mi admirada parroquia de San Sebastián en un tiempo tan importante como la Cuaresma. Por dedicación, les podría haber hablado de periodismo o de literatura con parecido o mayor atrevimiento porque después de más de treinta años de profesión cada día convivo con menos certezas; por afición, les podría haber hablado de historia o de geografía política, una de esas cosas apasionantes de las que nunca se llega a saber demasiado; por devoción, les podría haber hablado de Sevilla, esa madrastra cruel que como Gloria Swanson baja cada día un peldaño de las escaleras del crepúsculo de los dioses.
Pero no. Hoy he venido a hablarles del amor. Sí, como suena. Les habrá despistado algo el título que han impreso en los carteles: “Las cofradías, juventud de la Iglesia de Sevilla”. La juventud se expresa por la capacidad, no tanto de mirar hacia atrás, cuanto de proyectarse, de hacer planes y mirar hacia delante. Ustedes mismos, nada más entrar el último varal sobre la saeta de Manuel Cueva, ya están proyectando la salida del año que viene. Y seguro que andan dándole vueltas a la celebración del centenario fundacional de la hermandad. Porque son jóvenes, se sienten jóvenes.
Pero, volvamos al amor. ¿Qué hay más definitorio de la juventud que la capacidad de enamorarse? Piensen por un momento en ustedes mismos cuando tenían veintipocos años y les vendrá a la mente la imagen de su enamoramiento, de esa excitación sentimental volcánica en una época decisiva de sus vidas. Mientras estaba preparando esta intervención, se me cruzó en el camino este “Enamórate” que ahora paso a leerles, puesto que declamarlo sería sumar osadía sobre el atrevimiento inicial. Dice así:
“No hay nada más práctico que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse rotundamente y sin ver atrás. Aquello de lo que te enamores, lo que arrebate tu imaginación, afectará todo. Determinará lo que te haga levantar por la mañana, lo que harás con tus atardeceres, cómo pases tus fines de semana, lo que leas, a quién conozcas, lo que te rompa el corazón y lo que te llene de asombro con alegría y agradecimiento. Enamórate, permanece enamorado, y esto lo decidirá todo.
Alguno lo habrá rezado alguna vez. Es del padre Arrupe, prepósito general de la Compañía tras la Congregación General 31, que daría para una o varias conferencias, pero esa es otra historia -apasionante, se lo puedo asegurar- en la que no vamos a detenernos ahora. Tropecé con la oracioncita de Pedro Arrupe como una nota a pie de página de la exhortación postsinodal “Christus vivit” del Papa Francisco que es de lo que quería, en realidad, hablarles esta noche si el desconcierto que adivino en sus semblantes me lo permite. O quizá precisamente por ese desconcierto.
Porque quería decirles a ustedes, mis queridos cofrades de La Paz, que son el ahora de Dios. Creánselo. La Iglesia de Sevilla tiene en las cofradías su rostro más juvenil. Sé que ustedes festejan como es debido aniversarios de toda índole y hace bien poco conmemoraron con evidente éxito el 75 aniversario de su fundación como corporación penitencial. Todavía más reciente en el tiempo, el programa de actos que acompañó la coronación canónica de la talla de María Santísima de la Paz propició que la hermandad rejuveneciera con una misión popular del siglo XXI de la que pueden sentirse muy orgullosos. El que les habla fue uno de los que abarrotaron aquellos días el templo en la escuela de oración de buena mañana que tanto bien hizo.
Sus hermandades son jóvenes, ustedes son jóvenes y la fe que profesan es joven. El Espíritu Santo se encarga de renovarlo todo con su aliento en cada época. Y lo hace todo nuevo a cada instante, el Espíritu Santo lo está rehaciendo todo a cada instante permanentemente. “Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra”, recitamos en la secuencia de Pentecostés. También su hermandad está en permanente renovación, también lo que ustedes sienten como tradición, que no es sino la herencia que los hermanos que nos precedieron han dejado en nuestras manos para que la aquilatemos y agrandemos. Como los talentos de la parábola evangélica, ese formidable legado tiene que ponerse a producir, a multiplicarse para dejárselo en herencia a la siguiente generación.
Y de todo el legado que ustedes recibieron de la generación anterior, el más valioso, el único que es inexpropiable e inextinguible es el depósito de la fe. Y a ustedes les corresponde acrecentarlo para transmitirlo acendrado a la siguiente generación: por supuesto, sus veneradas imágenes devocionales, que cuidan con un mimo envidiable; por supuesto, el rico patrimonio material conservado en el devenir de su historia; por supuesto, esa fraternidad por encima de lo que dictan las reglas que constituye el fértil humus en que enraiza la cofradía. Pero, por encima de todo, la fe en Cristo Resucitado.
Quiero compartirles un párrafo de la exhortación papal que considero especialmente significativo y que me tomo la libertad de aplicar en su caso a la hermandad de la Paz: “Pidamos al Señor que libere a la Iglesia de los que quieren avejentarla, esclerotizarla en el pasado, detenerla, volverla inmóvil. También pidamos que la libere de otra tentación: creer que es joven porque cede a todo lo que el mundo le ofrece, creer que se renueva porque esconde su mensaje y se mimetiza con los demás. No. Es joven cuando es ella misma, cuando recibe la fuerza siempre nueva de la Palabra de Dios, de la Eucaristía, de la presencia de Cristo y de la fuerza de su Espíritu cada día. Es joven cuando es capaz de volver una y otra vez a su fuente”.
Volver a la fuente. Si ahora les pidiera opinión sobre lo que, a su juicio, entraña volver a la fuente, me encontraría con muchas respuestas, con todas las certidumbres del mundo. Porque, ¿verdad?, todos tenemos una idea de cómo sería volver a ese manantial del que surgió primigeniamente la hermandad, los excombatientes, el deseo de paz… Si le preguntara a los viejos costaleros, ¡claro que sabrían decirme a qué fuente volverían! Si le preguntara a los músicos, ¡por supuesto que resonarían las marchas clásicas! Si le preguntara a los miembros de las juntas de gobierno, ¡cómo no iban a saber cuál es la fuente! Y, sin embargo, se nos hace obligado volver a la fuente, volver a descubrir de dónde nos viene el caudal que ha llegado hasta nosotros y que no podemos embalsar para nosotros mismos sino dejar que siga fluyendo porque el río del que les hablo, un río de agua viva, mana sin interrupción del interior del sagrario.
Ustedes son la juventud de la Iglesia de Sevilla, pero a lo mejor necesitaban que alguien viniera esta noche a recordárselo. No porque el que les habla tenga ninguna condición preeminente ni por experiencia ni por conocimiento, sino porque el Espíritu Santo así lo ha dispuesto y está sirviéndose de mis torpes palabras para convencerlos de que son jóvenes y tienen que sentir el vigor que les da su bisoñez para lo único que la Iglesia, esa madre sabia y añosa, les está pidiendo a gritos: ¡id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación!
Me replicarán: ya lo hacemos. Tenemos unos cultos fastuosos -doy fe, tanto que después del último año de la predicación de Manuel Sánchez corrí a apuntarme como voluntario- y una impresionante salida procesional el Domingo de Ramos en que hacemos protestación pública de fe, cuidamos de la caridad en el barrio y de la formación de nuestros hermanos. Sí. Y está muy bien. Pero les hablo de reavivar en sus corazones la llama de “lo más importante, lo primero, eso que nunca se debería callar”, por seguir las propias palabras de Francisco en la exhortación a los jóvenes. “Es un anuncio que incluye tres grandes verdades que todos necesitamos escuchar siempre, una y otra vez” y que tiene que resonar en las hermandades sin falsos pudores ni estrecheces mentales.
Se lo diré a cada uno de ustedes del modo más directo que puedo imaginar, pero no con mis palabras sino con las del obispo de Roma: “Ante todo quiero decirle a cada uno la primera verdad: “Dios te ama”. Si ya lo escuchaste no importa, te lo quiero recordar: Dios te ama. Nunca lo dudes, más allá de lo que te suceda en la vida. En cualquier circunstancia, eres infinitamente amado”.
Es el amor de Dios el que los ha traído a la hermandad. A cada uno en su momento. Quién de chiquitito por tradición familiar, quién de mozalbete soñando con salir de costalero, quién en la edad adulta por una promesa, quién por un noviazgo que lo mismo cuajó que no o por un compromiso con alguien que les trajo hasta la puerta: el padrino que lo apuntó, el cuñado insoportable, el amigo indesmayable. Pero no duden de que ha sido el amor de Dios el que los ha puesto aquí. Aunque se haya valido de un abuelo fundador, de una madre devota, de un amigo cirial o de un patero bebedor y malhablado. Ellos sólo fueron el instrumento, el cauce a través del cual se manifestó un amor que es infinito, inagotable e incondicional. Se lo diré de forma que les será familiar: no hace falta sacar papeleta de sitio para experimentar ese amor del Padre.
Ni siquiera hay que hacer méritos limpiando plata o pinchando claveles. En su exhortación postsinodal, el Papa utiliza varias imágenes extraídas del Antiguo Testamento para explicar cómo es el amor de Dios. «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla» (Os 11,4). «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin enternecerse con el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (Is 49,15). «Yo te amé con un amor eterno; por eso he guardado fidelidad para ti» (Jr 31,3). «Eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo» (Is 43,4).
Pero mi favorita es la del tatuaje: «Míralo, te llevo tatuado en la palma de mis manos» (Is 49,16). Tatuado en la palma. Para que al extender la mano abierta, tu nombre sea lo primero que salte a la vista. Así les quiere Dios. En el gimnasio veo muchos tatuajes, se marcan el nombre de la amada o de los hijos en la espalda o en las pantorrillas, en los bíceps, pero Dios se ha tatuado tu nombre -y el mío- en la palma de las manos, para rezar con ellas.
Supongo que no les conmueve. A mí también me conmovió la primera vez que lo escuché. No aprecié lo que significa hasta que no se lo escuché a una madre treintañera -profesional de su tiempo manejando presupuesto, madre de dos hijas, inteligente y guapa- de mi parroquia después de un retiro de evangelización kerigmática: “Quería ser perfecta, me dejaba la vida queriendo ser la mejor esposa, la mejor madre y la mejor en mi trabajo, asumiendo cada vez más responsabilidades, pero no llegaba a todo y esa presión me estaba matando. Hasta que sentí la paz que me daba sentirme amada por Dios y comprendí que me amaba aunque no fuera perfecta en todo lo que hacía”.
Ese amor paternal que libera -ya no le tenemos miedo a esta palabra, ¿verdad?- está en la base del kerygma, el primer anuncio, el más importante en la iniciación cristiana. El Papa Francisco vuelve a él una y otra vez, con machacona insistencia. Así, en la exhortación conclusiva del sínodo de la Amazonía lo volvemos a encontrar: “Sin este anuncio apasionado, cada estructura eclesial se convertirá en una ONG más, y así no responderemos al pedido de Jesucristo: «Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15)”. ¿Qué serán las hermandades si no se vuelcan en comunicar este primer anuncio a la vuelta de sólo unos años?, ¿en qué se convertirán si no hacen de la evangelización su razón de ser primordial?
Y la raíz de esa evangelización es el primer anuncio: Dios te ama. No importa las veces que lo hayamos escuchado, porque sólo una -no sabes cuál- es la que se nos va a clavar en el pecho como una flecha disparada al corazón que hiciera diana: Dios te ama. Siéntete amado por Dios.
No siempre lo experimentamos, porque hay algo que nos frena, nos atenaza y nos condiciona para que no seamos conscientes del amor infinito de Dios: el misterio de iniquidad está ya en acción y trabaja para que no experimentemos el amor paternal del buen Dios. Ese misterio se expresa a través de una palabra muy conocida, pero que nos da como repelús, porque levanta sarpullidos: pecado.
El pecado nos aparta de Dios. Y de los hermanos. Muchas veces lo asociamos a una voladura de puentes. Considero más sugerente la metáfora del archipiélago: un territorio común, el de la fraternidad, que se ve anegado y conforme va creciendo la marea de la iniquidad, nos vamos quedando aislados, cada uno en su pequeño islote de egoísmo sin capacidad de volver a abrazarnos. Por eso el pecado es el mayor disolvente de la hermandad. Tómenlo en todos los sentidos de la expresión.
Salir del pecado exige convertirse. Dejar de sentir el frío en la cara para volver a notar el calor del rostro del buen Padre.
Quiero detenerme unos minutitos con ustedes desgranando la parábola del hijo pródigo. Quizá muchos recuerden el cuadro de Murillo en la Caridad, pero no hace falta. Yo se lo pinto de cabeza. Y ahora vamos a rememorar la parábola, aunque ya les advierto que el final no va a ser el acostumbrado.
Reconocimiento del pecado. Examen de conciencia. Es la atrición del pecador. He obrado mal. Decimos algo y enseguida nos damos cuenta de que esa palabra, como una espada, ha herido a la otra persona. Tomamos decisiones que dañan al prójimo y somos conscientes. Hemos de pedir la gracia al Espíritu Santo para que nos ilumine la conciencia del pecado. Ni todo es pecado ni nada es pecado. Pero si queremos tomar la rotonda que nos devuelve al carril de la gracia, tenemos que tener conciencia del pecado. El hijo pródigo piensa: cuántos jornaleros de mi padre tienen qué comer y yo estoy aquí pasando hambre. Ya se ha dado cuenta de que eligió el mal camino.
Arrepentimiento, dolor de los pecados y propósito de la enmienda. Es la contrición, propiamente dicha. No sólo me he dado cuenta del daño que he hecho de pensamiento, palabra, obra u omisión sino que estoy dispuesto a repararlo. El Espíritu Santo me descubre la falta y yo me arrepiento sinceramente. No es que me pase el pecado cometido como una película por delante de los ojos, es que además me apena verla, me duele en el corazón haber dicho aquello o haber actuado así. El hijo pródigo: iré a mi padre y le diré: he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo. Ya está dispuesto a deshacer el daño.
Confesión de los pecados, decir los pecados al confesor. En voz baja si quieres, pero que sea audible. Porque te tiene que salir de dentro. Y lo que sale de dentro, se abre paso hasta llegar a la boca. Y a un sacerdote. Porque él tiene la misión encomendada por el obispo, a su vez heredada de los apóstoles de perdonar los pecados. Es apostólico. “En verdad os digo, todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo; y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
El hijo pródigo confiesa a su padre, aunque éste no lo deja ni hablar.
Confesar los pecados no es rellenar un casillero: padre, de éste me acuso, de éste no; éste, cuatro veces; aquel, antesdeayer. No es eso. Pero sí se precisa objetivar el pecado. Hice aquello en tal momento y falté a la caridad con el prójimo o me dejé dominar por la ira y estuve a punto de tirarle un jarrón a mi hija. Cuando estás entrenado, te descubres mucho más. Es un excelente ejercicio de introspección. Pero no es de lo psicología de lo que te hablo, sino de gracia, de la misericordia divina que te perdona.
Reparación del daño. Entonces tienes que reparar el daño que has hecho. Zaqueo repartió la mitad de sus bienes y devolvió el cuádruplo de lo que había cobrado de más. Y después surge el agradecimiento por el perdón. Antes se llamaba cumplir la penitencia. Pero, ¿desde cuándo rezar es una penitencia? Es un gozo, es la alegría de que te quitas un peso de encima.
Y ahora, síganme por un momento porque vamos a darle la vuelta a la parábola que nos ha traído hasta aquí. Ustedes tal vez tengan que imaginarlo, pero yo no: yo conozco al padre pródigo y al hijo misericordioso, que cada noche daba un rodeo antes de llegar a su propia casa para ver si el padre, sentado siempre en la terraza del bar, corría a abrazarlo y a comérselo a besos. Eso jamás ocurrió. Aquel hombre -para desesperación de su propio hijo- se había impuesto como principio vital no ser digno de compasión.
Y bloqueaba, levantando un muro altísimo, la capacidad de sentirse amado, de sentir la misericordia que le brindaba su propio hijo al que había abandonado. A veces se nos dice que la parábola debiera llamarse del padre misericordioso más que del hijo pródigo. Pero lo que marca realmente la diferencia es admitir la misericordia, humillarse, rebajarse, allanarse a que el amor de Dios nos caiga encima como una catarata de gracia.
El ambiente cultural, el mainstream, nos bombardea con el amor y sus manifestaciones, todas ellas cuantificables, por cierto: una joya, un viaje, una caja de bombones… Pero nada nos dice acerca de la aceptación del amor, de experimentar la agradable -e insustituible- sensación de quererse querido.
Eso es lo que hace avanzar al hijo pródigo, su historia no se queda en el reproche, en la petición de perdón, sino que sigue con la aceptación del banquete, desproporcionado a todas luces, pero del que él participa. El hijo pródigo le da la oportunidad al padre de ser misericordioso porque acepta ser mimado de nuevo. Mejor dicho, acepta que se vea a las claras que vuelve a ser mimado.
Por eso, el amor de Dios es, antes que nada, aceptación de su amor. Porque no es un amor recíproco ni biunívoco ni condicionado. Dios te ama aunque tú lo desprecies. El misterio de iniquidad se encarga de poner en ti esa incapacidad de sentir amor.
Menos mal que se nos ha dado una solución. Integral, permanente y definitiva. Por algo veneran a Cristo bajo la advocación de Nuestro Padre Jesús de la Victoria. Victoria sobre el pecado, aunque a ustedes no hace falta recordarles la acotación. La segunda gran verdad de este anuncio fundamental tiene que ver con el Amor con mayúsculas. Y no hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Así lo dice el Papa a los jóvenes, o sea, a todos ustedes: “La segunda verdad es que Cristo, por amor, se entregó hasta el final para salvarte. Sus brazos abiertos en la Cruz son el signo más precioso de un amigo capaz de llegar hasta el extremo”.
Cristo salva. En primer lugar, de nosotros mismos. De nuestra mezquindad, de nuestros propios cálculos, de nuestra obsesión por los méritos olvidándonos de la gracia. Dice el Papa de nuevo en “Christus vivit”: “Su perdón y su salvación no son algo que hemos comprado, o que tengamos que adquirir con nuestras obras o con nuestros esfuerzos. Él nos perdona y nos libera gratis. Su entrega en la Cruz es algo tan grande que nosotros no podemos ni debemos pagarlo, sólo tenemos que recibirlo con inmensa gratitud y con la alegría de ser tan amados antes de que pudiéramos imaginarlo: «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
La tercera verdad tiene que ver con lo que siguió a la cruz. Si Jesucristo se hubiera limitado a abrazar con plena conciencia la infamante condena del patibulum, su actitud no habría pasado de ser un hermoso gesto. Pero resucitó, ahí está la piedra angular de nuestra fe, porque como decía San Pablo, si Cristo no ha resucitado, somos los más infelices y desdichados de los hombres. Resucitó y no hay mayor noticia que esta: Él vive.
El encuentro personal con el Señor -no la devoción, ni la veneración, sino el encuentro, como quien se da de bruces- se produce siempre con el Viviente. Aquí hay que hacer una puntualización importante, porque así como la iconografía postridentina nos conmueve y nos impulsa a la piedad, también nos aleja de contemplar al Resucitado en toda su majestad y gloria.
Antonio Burgos lo resolvió de modo muy airoso en su pregón: “¿Que por qué la Semana Santa aquí no es triste? Pues porque hemos visto muchas veces esta película, usted. Siglos la llevamos viendo. Y sabemos que termina bien. Vamos, divinamente, porque es cosa de Dios. Sabemos que aunque lo pase muy malamente, al final, el bueno, el Muchacho, el Hijo de la Señora Guapa, gana y se sale con la suya, que es morir para salvarnos. Y que después, además, resucita el Domingo: en Santa Marina concretamente. Y si sabemos que la película tiene un final feliz, ¿a qué ponernos tan tristes y tomarnos las cosas por la tremenda como en Castilla?”
De acuerdo de puertas afuera, pero de puertas adentro es imprescindible ese encuentro no con el Señor cargando con el madero ni crucificado aunque la gubia de nuestros antepasados nos haya dejado sobrecogedores imágenes portentosas por su capacidad de persuasión. De puertas adentro, no existe nada como el gozo de encontrarse con el Viviente, con aquel que te amó primero, te salvó después y te sostiene siempre con su Espíritu.
“Si alcanzas a valorar con el corazón la belleza de este anuncio y te dejas encontrar por el Señor; si te dejas amar y salvar por Él; si entras en amistad con Él y empiezas a conversar con Cristo vivo sobre las cosas concretas de tu vida, esa será la gran experiencia, esa será la experiencia fundamental que sostendrá tu vida cristiana. Esa es también la experiencia que podrás comunicar a otros jóvenes”, oímos al Papa de nuevo.
La gracia nos alcanza. No somos nosotros quienes la alcanzamos. No se trata de escalar ninguna cumbre, aunque las montañas han inspirado la espiritualidad del hombre desde los tiempos del monte Ararat, el monte de la Misericordia en que Noé varó su arca de la Alianza. Prefiero otra explicación más sencilla: las olas de la orilla, que empapan a quien se acerca.
Me gusta pensar en la gracia como una sucesión de mareas: pleamar y bajamar. A veces, acudimos al encuentro personal con Cristo con la marea baja y nos agotamos enseguida de andar por la arena. Otras veces, en la pleamar, nos coge tan de sopetón que instintivamente nos retiramos asustados. Sólo cuando las condiciones son propicias, es posible mojarse las pantorrillas o bañarse de cuerpo entero. Cada uno elige.
La imagen de la playa es sugerente para definir las circunstancias que deben darse. En la playa nos despojamos de la ropa con la que trabajamos cotidianamente y dejamos a buen recaudo la cartera con el dinero que nos hace falta y el reloj con el que medimos las horas. Pero en esa inmersión -el bautismo por aspersión de nuestros bebés es sucesor en la historia del bautismo con ahogadilla- tenemos que despojarnos de trabajo, tiempo y dinero para que el encuentro con el Absoluto -ese mar inmenso, ese océano infinito en el que nos sumergimos- sea fructífero.
Todo es obra del Espíritu Santo. “En estas tres verdades –Dios te ama, Cristo es tu salvador, Él vive– aparece el Padre Dios y aparece Jesús. Donde están el Padre y Jesucristo, también está el Espíritu Santo. Es Él quien está detrás, es Él quien prepara y abre los corazones para que reciban ese anuncio, es Él quien mantiene viva esa experiencia de salvación, es Él quien te ayudará a crecer en esa alegría si lo dejas actuar”, dice el Papa en su exhortación.
“Él es el manantial de la mejor juventud”, dice Francisco en “Christus vivit”. Por seguir con nuestro símil, la mejor playa en la que bañarse, el mar más limpio, el cielo más azul, el sol más claro, la arena más fina. Bañarse en el Espíritu, sentir cómo se derrama la gracia sobre nuestra cabeza -como ungüento precioso resbalando por la barba de Aarón-, es lo más parecido a sentirse invulnerable, como Aquiles, al que su madre Tetis sumergió en el Estigia.
Nuestro querido arzobispo insistía en ello en una reciente carta pastoral en la que instaba a una singular alianza entre las cofradías y el movimiento de Cursillos de Cristiandad: “A lo largo de los años de mi servicio a Sevilla he insistido mucho en tres aspectos determinantes de la vida cofrade: la vida espiritual recia del cofrade, su formación continuada y su compromiso apostólico. La mayoría de nuestros cofrades pueden crecer, como les piden los documentos de la Iglesia, en vida espiritual, en amor al Señor, en formación cristiana y en conocimiento de los misterios de nuestra fe para poder dar razón de su esperanza y poder anunciar a Jesucristo con obras y palabras. No insisto en el servicio a los pobres, que junto con el culto a los sagrados titulares son los flancos más positivos de nuestras hermandades”.
El Espíritu Santo da vida nueva. Vida en el Espíritu. Y en esa nueva vida, todo cobra otra dimensión. También las discusiones de hermanos en las cofradías. Porque las va a seguir habiendo, renacidos al Espíritu, avivada la fe con un encuentro personal y efectivo con Cristo resucitado, no se acaban los problemas. Yo diría -y esto es una opinión muy personal, como pueden suponer- que no hacen sino empezar. Pero la vida nueva en el Espíritu salta por encima de diferencias, de disputas y de polémicas para enfocar la comunión como lo más sagrado que tenemos los cristianos.
Cuando me refiero a comunión, me estoy refiriendo en un doble sentido. O mejor aún, en un único sentido con dos acepciones. La comunión remite al misterio eucarístico, a compartir el mismo pan y el mismo vino transubstanciados en cuerpo y sangre de Cristo. Y la comunión, claro está, remite a una especial sintonía con lo que anhela y suplica el cuerpo místico de Cristo. Las hermandades son jóvenes porque están llenas de vitalidad, hay incluso agitación como ustedes mismos van a experimentar la semana que viene cuando se abra el proceso de expedición de papeletas de sitio, pero esa vitalidad no rompe, no separa, no desune, no agrieta ni ahonda en las heridas. Si supieran el daño que se hacen los cofrades cuando afloran los manejos, las maniobras, las turbiedades, las intrigas…
Les dejo aquí otra reflexión papal, en este caso de esa programática que es la exhortación pastoral “Evangelii Gaudium”: “De este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Por eso hace falta postular un principio que es indispensable para construir la amistad social: la unidad es superior al conflicto”.
El conflicto nos hace viejos. Los jóvenes no pelean por los sillones ni por los sitiales de honor, no pugnan porque se les dé la razón. Porque tienen tiempo. Todo el tiempo del mundo Son los viejos los que peleamos por los honores y los reconocimientos, los que queremos que nos reserven los sitiales y sigan nuestros consejos. A los jóvenes, con su ímpetu arrollador, simplemente les da igual, lo orillan y siguen adelante. El Espíritu Santo nos hace jóvenes, los hace a ustedes jóvenes, hace a sus hermandades juveniles, frescas y desprejuiciadas. Capaces de asumir el conflicto y aceptarlo como eslabón de un nuevo proceso.
Es vida nueva. Mientras preparaba esta conferencia -o lo que sea-, pasé algunas horas leyendo un librito del cardenal Nguyen van Thuan, bautizado Francisco Javier como un servidor. “Cinco panes y dos peces” recoge alguna de sus vivencias durante su encarcelamiento bajo el régimen comunista que se apoderó de Vietnam del Sur a la caída de Saigón en 1975. Pero hubo una que me llamó poderosamente la atención y que no me resisto ahora a comentarles: la diferencia -por otro lado, fundamental- que establece entre la obra de Dios y Dios mismo, el Inefable, el Misterio, el Absoluto.
Su hermandad es, sin duda, obra de Dios. Quienes la fundaron después de la Guerra y ustedes mismos hicieron y hacen lo que hacen por voluntad divina. Fue el Espíritu el que iluminó a los hermanos fundadores y es el Espíritu el que mueve los corazones de la junta de gobierno, los hermanos más comprometidos y hasta los capiroteros que se acercan el Domingo de Ramos incluso diez minutos antes de que se abran las puertas del templo.
Pero ustedes, ni yo, seguimos ninguna obra de Dios. Su cofradía, en la calle, sigue la cruz que la guía. El bendito madero en el que murió Dios encarnado. Seguimos a Dios, no sus obras. “A veces un programa bien desarrollado debe dejarse sin terminar; algunas actividades iniciadas con mucho entusiasmo quedan obstaculizadas; misiones de alto nivel se degradan hasta ser actividades menores. Quizá estés turbado o desanimado. Pero ¿me ha llamado a seguirlo a Él o a esta iniciativa o a aquella persona? Deja que el Señor actúe: Él resolverá todo y mejor”, dejó escrito Van Thuan.
Se me viene a la mente la anécdota del cesto que San Francisco, el poverello de Asís, echó al fuego después de haberlo terminado que leí en “La sabiduría de un pobre”. El santo se deshizo del cesto de mimbre porque le había distraído en la oración. A pesar de que lo necesitaba un hermano suyo. A pesar de que le había dedicado tiempo y atención para trenzarlo.
No digo que lleven tan lejos su celo, pero sí que lo recapaciten. Su hermandad es una obra de Dios. Pero no es Dios. Hacen bien en amarla, enaltecerla y acrisolarla. Pero no en absolutizarla. Sólo Dios es absoluto. No lo digo yo, sino nuestros obispos en las Orientaciones Pastorales para la Archidiócesis 2016-2021:
“En ocasiones se acentúan tanto las formas exteriores de las tradiciones que se absolutizan. En ocasiones hay fieles que tienen tal desproporcionada estima a las sagradas imágenes de sus titulares que caen en el fanatismo, en la rivalidad y en la descalificación de las imágenes de la hermandad cercana. Otras amenazas para la piedad popular provienen de la ignorancia religiosa de muchos bautizados y de una visión secularizada de la misma, difundida por los medios de comunicación social. A veces, podemos encontrar manipulaciones ideológicas, económicas, sociales y políticas. También se da la tentación de utilizar las hermandades como plataformas personales de relevancia social, incluso con sutiles vallas para alejar a los pobres”.
Estando preso, el Cardenal Van Thuan rezaba:
«¿Por qué, Señor, me abandonas? No quiero desertar de tu obra. Debo llevar a término mi tarea, terminar la construcción de la Iglesia… ¿Por qué atacan los hombres tu obra? ¿Por qué le quitan su sostén? Ante tu altar, junto a la Eucaristía, He oído tu respuesta, Señor: «¡Soy yo al que sigues, no a mi obra! Si lo quiero me entregarás la tarea confiada. Poco importa quién tome el puesto; es asunto mío. Debes elegirme a Mí».
Muchas veces nos empeñamos en imponer nuestra voluntad contra viento y marea, Y nos frustramos cuando la realidad se impone sobre nuestro esfuerzo. No nos cansemos de implorar la gracia del Que todo lo puede y descansemos el alma, como un niño en los brazos de su madre.
Quisiera terminar con la exhortación donde la empecé. Hablando de lo jóvenes que son las cofradías a los ojos de la Iglesia de Sevilla. Ustedes son jóvenes. Tienen el futuro por delante, por favor, no lo desaprovechen. El Papa Francisco lo dice en la exhortación “Christus vivit”:
“La Iglesia de Cristo siempre puede caer en la tentación de perder el entusiasmo porque ya no escucha la llamada del Señor al riesgo de la fe, a darlo todo sin medir los peligros, y vuelve a buscar falsas seguridades mundanas. Son precisamente los jóvenes quienes pueden ayudarla a mantenerse joven, a no caer en la corrupción, a no quedarse, a no enorgullecerse, a no convertirse en secta, a ser más pobre y testimonial, a estar cerca de los últimos y descartados, a luchar por la justicia, a dejarse interpelar con humildad. Ellos pueden aportarle a la Iglesia la belleza de la juventud cuando estimulan la capacidad «de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas».”
No teman. Tenemos un modelo en el que fijarnos: “En el corazón de la Iglesia resplandece María. Ella es el gran modelo para una Iglesia joven, que quiere seguir a Cristo con frescura y docilidad. Cuando era muy joven, recibió el anuncio del ángel y no se privó de hacer preguntas (cf. Lc 1,34). Pero tenía un alma disponible y dijo: «He aquí la esclava del Señor».
Y nosotros reponemos con Ella: “Hágase en mí según tu palabra”.
Termino sin más con tres palabras imprescindibles en las normas de urbanidad, tres palabras que expresan tres actitudes… que nos pueden ayudar a vivir. No lo digo yo, lo dice el Papa Francisco. Les pido permiso para compartir esta charla, si llega el caso. Les ruego que perdonen si algo de cuanto he dicho les ha parecido disparatado, les importunó o les ha contrariado. Y les doy las gracias por su atención.
Buenas noches.