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El pasado jueves 24 de mayo se celebró en los jardines de la Parroquia de San Sebastián la XLI edición del Pregón de las Glorias de María de la Hermandad de la Paz. A continuación se publica el texto íntegro del pregón pronunciado por D. Adolfo Vela.

   

PREGÓN DE LAS GLORIAS DE MARÍA

 

¡Shalon Jalai! Yo te saludo, te felicito, te deseo la paz, que la paz de Dios te acompañe ¡Alégrate!

Estas dos palabras hebreas, ¡Shalon jalai!, son las primeras que pronunció el ángel Gabriel en su salutación a María cuando, de improviso, se apareció a ella en su casa de Nazaret. Y ante su turbación, enseguida, sin darle tiempo a pensar ni decir nada, añadió: “No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios”… Y, tras su fiat, cuando supo que lo que le tocaba no era entender lo que Dios le estaba pidiendo, sino aceptarlo y quererlo, María abrió las puertas de la Salvación para todo el género humano. El Reino de Dios, que no es otro que el Reino del Amor y de la Paz, se hizo presente. El Dios eterno, por medio de María, quiso entrar en el tiempo y cambiar el curso de la Historia. Dios tomó la condición humana, se hizo hombre, para que el hombre se hiciera Dios. Si nos detenemos a pensar esto último, con nuestra mentalidad humana, cuesta trabajo creerlo y, sin embargo, es tan cierto como que estamos, aquí y ahora, celebrando este entrañable acto mariano. Y todo ello fue posible gracias a que una tierna y sencilla jovencita, en un humilde hogar de Galilea, creyó en la Palabra del enviado de Dios y asumió la tarea corredentora que, con su fiat, con su “hágase en mí según tu palabra”, se ponía en marcha en aquel momento íntimo y a la vez grandioso, el más trascendente de toda la Historia de la Humanidad.

“Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”, escribió el apóstol Pablo a los efesios. Y ¿Quien mejor que la Santísima Virgen para ser portadora de la Gracia y de la Paz divinas? María es la llena de Gracia y la llena de Paz. Una Paz que no tiene añadidos ni datos de procedencia, porque es la Paz que sólo Dios puede otorgar. “Paz a vosotros”, fue el saludo de Jesucristo a sus discípulos en las apariciones tras su Resurrección. Durante la celebración de la Eucaristía pedimos al Padre que nos conceda la paz y, a continuación, la deseamos a quienes están a nuestro lado: “Que la Paz del Señor esté contigo…”. Cuando despedimos a un ser querido, al llegar al final de su peregrinación en este mundo, decimos también: “Descanse en Paz”. Deseamos la Paz del Señor, que no es la paz de la que hablamos en nuestros círculos, ni tampoco la paz de la que pomposamente nos hablan quienes se dedican a la política, que es una paz carente de amor, materialista, vacía, ficticia, sin alma. La que deseamos es una Paz como fruto del Espíritu, la Paz interior del alma plena de amor fraterno.

María tiene el don de la Paz de los que están en la amistad de Dios, de los que poseen su Gracia; la Paz de los mansos y de los pacíficos a los que se refirió Jesucristo en el sermón de la montaña. La Paz de los que se entregan confiadamente al amor del Padre, convirtiéndose en morada del Espíritu Santo. María posee esa Paz porque está llena de Dios desde la eternidad, desde antes de la Creación. Y María nos ofrece generosamente esa Paz que ilumina; una Paz que, en Ella, podemos notar en cada detalle de sí misma y en cada una de las cosas que la rodean. Una Paz que trasciende y lo colma todo:

Paz en la luz de su palio.
Paz en sus vestiduras albas.
Paz en la sencillez de su manto.
Paz en su corona de plata.
Paz en la rama de olivo.
Paz en sus flores blancas.
Paz en su concepción divina.
Paz en su mirada franca.
Paz en sus límpidas lágrimas.
Paz en su amor que no falla.
Paz en su maternidad eterna.
Paz en su humildad que salva.
Paz en su entrega generosa
de Virgen, Madre y Santa.
Paz en su prudente presencia.
Paz en su pureza de alma.
Paz que derrama en sus hijos,
fieles y rendidos a sus plantas.
Paz en su serena belleza
por don de Dios inmaculada.
Paz en su figura mediadora,
¡Mujer concebida sin mancha!

Por ello, con el corazón henchido, elevo mi voz para que todos me oigan y, junto a esa última y real letanía del Santo Rosario, proclamo: ¡Shalon jalai! ¡Llena de Gracia! ¡María Santísima de la Paz!

Saludos
– Ilmo. Sr. Cura párroco y Director espiritual de esta entrañable Hermandad de la Paz. Querido D. Isacio.
– Hermano Mayor y Junta de Gobierno de esta muy querida Hermandad del Señor San Sebastián y Nuestra Señora del Prado, Nuestro Padre Jesús de la Victoria y María Santísima de la Paz.
– Hermanos, amigos, queridos todos.

Cuando mi amigo Paco Rio me planteó la posibilidad de pronunciar este Pregón, realmente quedé muy sorprendido, pues ya me consideraba retirado de estos eventos. Además, nunca me encargaron un pregón de glorias y tenía serias dudas de mi capacidad para salir airoso de esta prueba. Y, aunque pedí unos días para pensármelo, sabía de antemano que no podía negarme pues son muchos los lazos de afecto y devoción que me unen a esta Parroquia, a esta Hermandad y a quienes dirigen ambas instituciones. Así que aquí estamos, sabiéndome muy pequeño tras tantos ilustres oradores que me han precedido, siendo consciente de que no destaco en las aptitudes que requiere un acto de esta índole, pero confiando ciegamente en la ayuda del Espíritu Santo para dictarme lo que he de decir, y en el cariño que me profesáis, he aceptado venir ante vosotros, a colocarme de nuevo ante un atril, para hablaros de María, nuestra Madre, la que nos llena de Amor, de Consuelo, de Esperanza y de Paz.

Agradezco muy sinceramente al Hermano Mayor, querido Manolo, y a la Junta de Gobierno, que pensaran en mí y me hayan otorgado el honor de dirigirme a todos vosotros para ensalzar la figura portentosa de la Santísima Virgen. He de confesaros que, si al principio pensé que el objetivo no podía ser otro que el de lograr que, tras mis palabras, algunos hubieran visto acrecentado su amor a nuestra Madre y Señora, os puedo asegurar que en parte ya está conseguido, pues el primer beneficiado he sido yo. Y es que, si en otras ocasiones, ante situaciones similares, me he sentido agobiado en determinados momentos, cuando escribía lo que luego iba a decir, en este caso he disfrutado elaborando estos folios cuyo contenido ahora salen a la luz. Gracias de nuevo, porque vosotros, los miembros de la Junta de Gobierno habéis sido instrumentos para que yo me acercara aún más a la Santísima Virgen, a esta figura portentosa que es nuestra Madre y a esta imagen de Ella que ya es tan familiar y entrañable, tan querida.

Mi formación cristiana siempre ha estado ligada a María; primero en su advocación Milagrosa de la Hermanas de la Caridad y más adelante como la Auxiliadora de los cristianos del colegio salesiano, que me dejó su huella indeleble y definitiva. En mi familia la devoción a la Santísima Virgen también estaba muy enraizada: a la Virgen de la Esperanza de mi familia paterna, y a María Santísima de la O de mi familia materna, amén de otro sentimiento compartido, muy profundo, a la Virgen del Rocío. Distintas advocaciones con un denominador común: Triana. Pero hace 35 años, mi mujer, mis hijos y yo, vinimos desde Madrid a integrarnos en esta comunidad parroquial. Y, poco a poco, hemos ido echando raíces, hemos fomentados afectos y sentimientos, y hoy participamos plenamente de la vida comunitaria de nuestra collación. La Hermandad también ha jugado su papel integrador; primero con mi hijo Nacho, quien desde niño se sintió atraído y se integró en la Hermandad hasta el punto de formar parte de la Junta de Gobierno que presidió Felipe Rubio y, desde hace bastantes años, pertenece a la cuadrilla de costaleros del paso de la Santísima Virgen de la Paz. También Pilar, mi mujer, está plenamente integrada en la parroquia y siente una especial devoción por la Virgen de la Paz. Por mi parte no tengo nada que añadir a lo que ha dicho de mí Javi Espinosa, a quien se le ha notado el cariño que me tiene, que no es de ahora, sino desde hace muchos años. Gracias, Javi, por tus palabras y por tu amistad, pero no creo merecer tanto elogio y ello me hace sentir la duda de si conseguiré no defraudaros. Por ello, de nuevo, gracias.

Mis primeras palabras han estado basadas en la Anunciación, en la salutación de Gabriel y en el diálogo con María, como algo sumamente trascendente, que marca un hito en la Historia. Dichas palabras no han sido escogidas al azar, sino que sirven a un propósito, a una declaración de intenciones respecto al contenido de este Pregón. Como ya dije al Hermano Mayor, este será un Pregón eminentemente teológico, sin desdeñar salpicarlo con anécdotas y vivencias propias. Para este fin, cuando sea conveniente, tanto en las cuestiones teológicas como en las “ocurrencias”, iré citando las fuentes que han inspirado cuanto expongo. Todo ello con el único y decidido objeto de ensalzar a la que es Madre de Dios y Madre nuestra, cuya bendita imagen nos preside.

Retomando el tema del principio, el evangelio de San Lucas nos narra el Anuncio del ángel a María como «de puntillas», con gran respeto, centrando nuestra atención en los protagonistas de ese diálogo único y maravilloso. La salutación ha sido traducida al español de muchas maneras; las más conocidas son las siguientes:

Alégrate, llena de gracia.
Salve, muy favorecida.
Alégrate, muy favorecida.
Salve, llena de Gracia.

Aunque estas traducciones tienen pequeñas diferencias, todas tienen un punto en común: ninguna llega a expresar totalmente la intención de Lucas al escribir ese pasaje del evangelio en griego. Lo que aquí sucede es que no existe una sola palabra en nuestro idioma que sirva para traducir con exactitud el saludo del Ángel, en especial en lo referente a la palabra griega “Kejaritomene”. Esto es: en lo que se ha traducido como “llena de Gracia”. Esta es la que ha causado más dolores de cabeza a los traductores serios. Los expertos han analizado esta palabra y, en resumen, viene a significar “Llena de gracia desde siempre y para siempre porque alguien te creó en esa condición”. ¿Complejo verdad? Ahora poneos en el lugar de los traductores intentando buscar una o dos palabras en español que signifiquen lo mismo o algo parecido. Este problema lo tuvo San Jerónimo de Estridón, el primero en traducir la Biblia completa del griego al latín, quien optó por usar la expresión “Gratia plena”, la cual, a pesar de no transmitir el carácter eterno de Kejaritomene, al menos deja clara la plenitud de Gracia en María.

Al conocer el real significado del saludo del Ángel es mucho más sencillo entender el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Los católicos en general y los cofrades sevillanos en especial, creemos que María fue concebida sin pecado original y eso es perfectamente compatible con toda la riqueza de la palabra griega utilizada por Lucas. ¿Llena de Gracia desde siempre y para siempre? En Hechos 6, 8, este mismo evangelista menciona que San Esteban, protomártir acusado de blasfemia y condenado a lapidación, estaba “lleno de gracia y poder”. Sin embargo, en su caso no usa la palabra Kejaritomene, sino que usa Pleres Jaritos. La diferencia es que Pleres Jaritos significa un estado de Gracia en dicho momento y no eterno como en la Virgen. Conviene que no olvidemos esta diferencia porque señala con nitidez la importancia, el mimo, el cariño que Dios puso en María, la bienaventurada, la escogida, la llena de Gracia desde siempre y para siempre.

Tras el encuentro con el ángel Gabriel, María visitó a su pariente Isabel. Y aquí asistimos a una «segunda anunciación». La que el Espíritu Santo revela a santa Isabel en el momento de reconocer en María a la Madre de su Señor. Estas dos mujeres viven y comparten el mayor secreto que pueda Dios comunicarnos a sus criaturas, y lo hacen con una naturalidad sorprendente. María, la llena de gracia, no se queda ociosa en su casa. Ser Madre de Dios no desdice un ápice de su condición de mujer humilde, de modo que va en ayuda de su prima. Isabel, por su parte, anuncia, inspirada por el Espíritu, una gran verdad: la felicidad está en creer al Señor, en sentir su Amor. El saludo profético y la bienaventuranza de Isabel despertaron en María una reacción, cuya expresión verbal es el himno que pronunció a continuación: el Magníficat. Canto de alabanza a Dios por el favor que le había concedido a Ella y, por medio de Ella, a todo Israel. María, en efecto, dijo:

“Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí…”

Benedicto XVI viene a decir que estas palabras de María, en el evangelio de Lucas, cuando visita a su pariente Isabel, constituyen una especie de aria que se eleva hacia el cielo para llegar hasta el Supremo Hacedor. Nos sorprenden precisamente porque María habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su vida, en su alma y en su cuerpo. En efecto, conviene destacar que el cántico está compuesto en primera persona: «Mi alma… Mi espíritu… Mi Salvador… Me felicitarán… Ha hecho obras grandes en mí…». Así pues, el fondo de la oración es la celebración de la gracia divina, que se ha derramado, que ha irrumpido en el corazón y en la existencia de María, desde antes de ser concebida, convirtiéndola en la Madre del Señor.

La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta definitivamente en la Historia de la Salvación. Así puede decir: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su «fiat» y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios.

María, en el idioma arameo, significa “Señora” o “Princesa”. En hebreo es “Hermosa”, y en egipcio, que es donde primeramente se utilizó, significa “la preferida de Yahvé”. María, con su ejemplo, nos marca el camino hacia su Hijo. El camino de la entrega, de la verdad, de la renuncia, del sacrificio, del amor… sin titubeos, sin altibajos, sabiendo que, al final del camino señalado, está Él. Y María siempre estará acompañándonos e intercediendo por todos sus hijos.

“Eché raíces entre un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad.
Venid a mí los que me amáis y saciaos de mis frutos;
mi nombre es más dulce que la miel y mi herencia, mejor que los panales”.

Estas palabras del Libro del Eclesiástico se cumplen en la advocación de la Virgen de la Paz, cuya pasada coronación canónica supuso el reconocimiento a la creciente devoción que su bendita Imagen suscita, no ya sólo en la Hermandad, sino que trasciende los límites de la feligresía, que la considera y ama como a su verdadera Reina y llega a toda Sevilla. La coronación canónica ha sido el espaldarazo definitivo a una labor desarrollada a lo largo de más de siete décadas, de enraizamiento, de identificación, de perseverancia, de entrega, que han dado el fruto de una unión entre los fieles devotos y la Hermandad, de tal manera que fuera de nuestros límites, la gente relaciona y define como “la Paz” no sólo a la Hermandad, no sólo a la Parroquia, sino a toda la feligresía.

La devoción a la Santísima Virgen de la Paz ha enraizado entre nosotros y todos los hijos de esta collación se sacian de los frutos de su protección amorosa. Santa María, Madre de Dios, en la advocación de la Virgen de la Paz, intercede y vela por todos nosotros, por nuestras familias y nuestros hijos. Quien escuche su mensaje no fracasará. Quien la reciba en su corazón triunfará. Quien la ame con toda su alma, como todos queremos a nuestra madre terrenal, siempre notará su cercanía amorosa y sabrá con certeza que Ella nunca dejará de ampararnos.

Con frecuencia, cuando vengo por la mañana a la Parroquia, por lo general para alguna cuestión de Cáritas, procuro hacer una paradita, más o menos breve, ante el Sagrario. Es como una llamada que desde lo más hondo me llega y que no puedo ni quiero ignorar. Y es muy habitual que mientras estoy arrodillado desde los últimos bancos de la nave, observe que hay un trasiego continuo de fieles que entran en la Capilla Sacramental. Pueden ser una pareja, chico y chica, o varios jóvenes, o una madre o un padre con sus hijos. Pero en su mayoría son gente joven. Entre ellos, algunos harán una genuflexión o inclinarán la cabeza ante el Sagrario y muy pocos se arrodillarán. La inmensa mayoría se acercarán a la Santísima Virgen y puede que esbocen una oración o simplemente la miren con mayor o menor devoción. ¿Qué poder de atracción ejerce la bendita imagen de la Virgen de la Paz? Cuando observo estas escenas no dejo de recordar la enseñanza salesiana de que en una iglesia-templo hay algo y Alguien: hay imágenes, cuadros, altares, cálices, artesonados de los techos, flores, cirios, etc. Existen, pues, muchas cosas, unas más importantes que otras o más valiosas que otras, pero, al fin y al cabo, “cosas”, incluso cosas sagradas. Pero también, dentro de la iglesia-templo, hay un “Alguien” importantísimo: la Persona de Cristo, que murió en la cruz y resucitó, y está presente cuando se celebra la Eucaristía, y permanece después en el Sagrario. Entre las cosas más importantes de la iglesia-templo destacaría la “lamparilla del Sagrario”, siempre encendida, anunciando la presencia de ese “Alguien”, Jesús, en el Sagrario. A veces, por despiste o desconocimiento, no por maldad, obviamos esta sutil y fundamental diferencia. Reconozco que mirar el bello rostro de María Santísima de la Paz ejerce, como un imán, una gran atracción y hemos de quedar prendidos en su hermosura. Y eso está muy bien. Pero no olvidemos que hay Alguien, que no es una imagen sino que es real, que tiene vida, que nos ama y que nos está aguardando siempre en el Santísimo Sacramento del Altar: Cristo Jesús en persona. El mismo que en el Calvario nos dejó, como un último regalo, a su propia Madre para que compartamos algo más con Él. Pues, no contento con compartir nuestra humanidad y por ello darnos la gracia de llamar a Dios Abbá, Padre, de redimir nuestros pecados y abrirnos la puerta de la Salvación, nos da a su Madre como Madre nuestra.

¿Qué puede hacer más feliz a un hijo que ver a su madre honrada, enaltecida y amada? ¿Qué puede hacernos sentir más hermanos que sabernos hijos de la misma Madre? Esta es la Madre a la que tantos hijos vienen en peregrinación para recibir consuelo e intercesión. A Ella confiamos nuestras preocupaciones, necesidades y dificultades. En este Pregón quisiera animaros, en primer lugar, a que penséis con frecuencia y con orgullo:

¡Soy amado por una criatura maravillosa!
¡Tengo una Madre Santa y excepcional!
¡Tengo la misma Madre que tiene Jesucristo!
¡Bendita seas, María Santísima de la Paz!

Y ahora, una curiosidad: En el conjunto de los libros que componen el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, esto es, en toda la Biblia, la Santísima Virgen aparece nombrada como “mujer” en cinco ocasiones, y no por azar:

En primer lugar, Génesis 3,15, cuando, tras el pecado de Adán y Eva, Dios está condenando a la serpiente:”… pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón”.

En segundo lugar, Juan 2,4, durante las Bodas de Caná faltó vino y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”, y Jesús le responde: “Mujer, ¿Qué tengo yo que ver contigo? Aún no ha llegado mi hora”

En tercer lugar, Juan 19,26, en el Calvario, Jesús la dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, señalando al discípulo al que amaba.

En cuarto lugar, Carta a los Gálatas 4,4, donde San Pablo escribe: “Más cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley”.

Por último, en quinto lugar, Apocalipsis 12,1: “Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza”.

La primera de estas citas, la del Génesis, confirma lo que ya hemos afirmado al analizar la palabra griega Kejaritomene: que María posee esa Paz porque está llena de Dios desde la eternidad, desde antes de la Creación. Ya en el Paraíso Terrenal se cita a la “mujer” cuya estirpe tendrá hostilidad con la serpiente, con el pecado. Porque, si el Hijo, desde la eternidad estaba decretado que habría de hacerse hombre, debería nacer de mujer. Y María, esa mujer Madre del Hijo, también estaba en la mente de Dios, desde la eternidad. Y es el propio Dios quien anunció que vendría una mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente, que nos traería al Hijo, vencedor del pecado y de la muerte.

La segunda cita nos muestra a María intercesora y conseguidora, quien, a pesar de que Jesús le advierte que no tienen que ver con el problema de la falta de vino y que, además, no había llegado su hora, la Madre sabe que atenderá su petición. Y se dirige a los sirvientes y les dice: “Haced lo que Él os diga”. Esta es la última palabra de la Virgen, de las siete que el evangelio nos conserva, la única que María dirige a los hombres. Nos la dijo a nosotros, es lo único que nos dijo. María se nos muestra siempre, desde ese instante, como la que señala permanentemente hacia su Hijo instándonos a obedecerle, a seguirle. Nos anima a hacerlo incluso a pesar de que no entendamos, como les debió ocurrir a los criados que llenaron los cántaros de agua sin saber el milagro que se iba a producir.

Sobre la tercera y la cuarta citas, las palabras de Jesús en el Calvario, y lo que escribió Pablo a los gálatas, ya hemos señalado las circunstancias y consecuencias. Nos queda la quinta, la referente al Apocalipsis. Una figura portentosa: “Una mujer vestida de sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza, y está encinta…”. Aparece «vestida de sol», es decir, vestida de Dios: la Virgen María, en efecto, está totalmente rodeada de la luz de Dios y vive en Dios. Este símbolo del vestido luminoso expresa claramente una condición que atañe a todo el ser de María: Ella es la «llena de gracia», colmada del amor de Dios. Una visión que sirvió de inspiración tanto a pintores, como a escultores del barroco, forjándose la iconografía de la Inmaculada Concepción que ha llegado hasta nosotros a través de unas obras de arte hermosísimas. Así, pintores tan destacados como Murillo, Pacheco, Zurbarán y Velázquez, reflejaron en sus cuadros a la Madre de Dios con la luna a sus pies, y escultores como Pedro de Mena, Gregorio Fernández, Alonso Cano y Martínez Montañés, con su “Cieguecita”, se inspiraron en la portentosa figura apocalíptica de María, aunque sustituyeran la luna de pedestal por un globo terráqueo, pero manteniendo las doce estrellas que adornan su cabeza, que representan en la visión de Juan a las doce tribus de Israel, como un símbolo que significa que la Virgen María está en el centro del Pueblo de Dios, de toda la comunión de los santos. La obra de arte se hace depositaria de la verdad de fe, la expone en términos asequibles a los fieles, suscita en ellos sentimientos piadosos, emociona el afecto sensible y mueve la voluntad hacia el ideal ético que implica.

Casi inexistente en los tres primeros siglos de cristianismo, la devoción por la Madre de Cristo conoce un florecimiento extraordinario a partir del siglo IV. En el culto católico a María, la tradición es tan o más importante que la Escritura. El Concilio de Éfeso, en el año 431, debatió el tema de la virginidad de María y su condición de Madre de Dios. Una corriente nestoriana consideraba imposible que una mujer hubiese engendrado a Dios. “De ello podía derivarse que María era una diosa”, advertía el obispo Nestorio. Pero su posición fue derrotada. Desde entonces, la figura de María empieza a asumir algunas características celestiales, quedando situada a medio camino entre Jesús y los demás santos. Su culto se va ampliando hasta incluir órdenes religiosas inspiradas en Ella, santuarios y sitios de peregrinación.

La investigación acerca de la representación iconográfica de la Virgen con el Niño, a lo largo de la Historia, nos viene a demostrar que el culto hacia una diosa femenina acompañada de un niño al que da de mamar era algo común en las culturas más primitivas en el ámbito europeo. Desde el Neolítico ya aparecían estas devociones vinculadas al significado de una Diosa Madre que simboliza la fertilidad a través de la figura del Niño. También deja claro que el culto de la Virgen María en la religión cristiana no es nada novedoso para el momento en que surge la religión, ya que en su entorno existían otros cultos con similares iconografías y que tomaron de referencia para adaptarlo al nuevo culto cristiano y a la importancia de la figura de la Virgen. Tras estas primeras imágenes y sus antecedentes, unido a las promulgaciones de la libertad religiosa y posterior religión oficial del Imperio romano, la imagen de la Virgen se intensificará más a través de representaciones en mosaicos, pinturas, miniaturas, sarcófagos y así se irá extendiendo en el mundo medieval hasta diversificarse aún más a raíz del Renacimiento con la aprobación de la Contrarreforma de la Iglesia.

Así, a partir de entonces, era muy corriente representar a la Virgen María con el Niño Jesús en sus brazos. Es como una respuesta a la antigua y dulcísima plegaria como es la Salve Regina, en que nos refugiamos bajo la protección de la Santísima Virgen para pedirle que nos muestre a Jesús. Y Ella nos presenta a su divino Hijo, feliz y orgullosa de su importantísimo papel en la historia de la Salvación. Es una imagen que nos provoca muchos y tiernos sentimientos e íntimas devociones.

La Virgen con el Niño es una representación tierna, entrañable: Ella en una doble función, a la vez, de amparo y auxilio, y también de satisfacción y orgullo. Como cualquier madre, la Virgen cuidó de Jesús, le enseñó a caminar, a hablar…, le lavó, le cantó, le alimentó. Su vida giraba alrededor de su Hijo, desde el momento que lo concibió. Ella sabía quién era aquel Niño, se lo anunció el ángel Gabriel, de ahí su satisfacción y orgullo. En nuestra parroquia tenemos una Imagen que representa esta preciosa unión de María y Jesús. Se trata de la talla portentosa de la Virgen del Prado, datada en la segunda mitad del siglo XVI, que nos muestra a la Santísima Virgen con el Niño en su brazo izquierdo, mientras que en su mano derecha sostiene una pera, por lo que era conocida también como la Virgen de la Pera, ya que era la patrona de los hortelanos y de los vendedores de fruta de esta zona de las afueras de la ciudad. La Virgen del Prado, de nuevo en casa tras su restauración, se nos muestra en toda su espléndida belleza, para satisfacción de cuantos acudimos a Ella en solicitud de amparo y mediación.

Esta reflexión me da entrada para recordaros que hoy es un día muy señalado para los que formamos parte de la gran familia salesiana: Hoy es el día de María Auxiliadora, una advocación a la que estoy entrañablemente ligado desde mi infancia y una imagen ante la que he rezado mucho. La imagen trianera de María Auxiliadora, la “sentaíta” como se la conoce en el antiguo arrabal, es única en todo el orbe católico: no existe ninguna imagen de Ella sentada, sólo en Triana. ¿Casualidad? No, es Triana. Como tampoco es casualidad que yo, un salesiano, esté hay aquí el día de María Auxiliadora ensalzando la figura extraordinaria de la que es Madre de Dios y Madre nuestra. Pido perdón de antemano, porque, abusando de vuestra benevolencia y cariño, me he atrevido a traer unos recuerdos tiernos, infantiles, de mi paso por el colegio salesiano de San Pedro, condensados en una canción devotamente entonada tantas veces en su honor. Una voz infantil me va a ayudar. Mi nieta Marina.

Soñé que era un corderillo
escapado del redil,
y que el lobo me seguía,
siempre, siempre en pos de mí.
Y escondido entre las zarzas,
dejaba sangre y dolor,
y crecían mis angustias
y era inmensa mi aflicción.
Y clamé: ¡Virgen María,
Virgen Santa, sálvame!.
Y estrechado entre tus brazos,
en tus brazos desperté.
Soñé que era un pajarillo
con alas para volar,
y que cruzaba el espacio
cantando mi libertad.
Más de pronto escuché un silbo,
el silbo del gavilán,
y busqué refugio en vano
en la tierra y en el mar.
Y clamé: ¡Virgen María,
Virgen Santa, sálvame!.
Y estrechado entre tus brazos,
en tus brazos desperté.

La oración, recitada o cantada es la mejor forma que tenemos de acercarnos a la Santísima Virgen. Quien reza a nuestra Madre no pierde nunca la Esperanza ni la Paz, aún cuando se llegue a encontrar en situaciones difíciles e incluso humanamente desesperadas.

Es cierto que la oración es omnipotente: “la fuerza del hombre y la debilidad de Dios”, decía San Agustín. Pero lo es, cuando realmente es oración. Orar es elevar el corazón a Dios, no simplemente decir palabras. El corazón interviene en todo lo que pensamos, hablamos y hacemos; lo matiza y lo perfuma deliciosamente, más también lo afea, pervierte y torna repugnante. El corazón está en y tras todo lo que somos y hacemos. Es la raíz misma de nuestro ser, el más íntimo y escondido núcleo de nuestra persona, es también el módulo de que se sirve Dios para medir y valorar todas nuestras obras.

Los cofrades sevillanos somos unos privilegiados, sin que, con frecuencia, seamos conscientes de nuestra fortuna. Hemos nacido en un ambiente cristiano, en el que nuestros padres y mayores nos han inculcado el amor a Cristo y su Santísima Madre; nos enseñaron a rezar, de manera especial, en el seno de nuestras hermandades, ante sus Sagradas Imágenes. Y fuimos bendecidos al poder vestir la túnica de nazareno para hacer esa estación de penitencia que, al principio, en nuestra infancia, fue como un juego, y que, más tarde, se convirtió en una manera de ser, una marca invisible que nos acompañará toda la vida y que luciremos con orgullo. “Yo soy de los Estudiantes”, “pues yo soy de la Esperanza”, “yo, de la Paz”, “y yo, del Gran Poder”. ¡Qué suerte! ¿os habéis fijado? Buena Muerte, Esperanza, Paz, Gran Poder… ¿Quién les inspiró esos nombres tan certeros a nuestros antepasados? Repasando los distintos nombres de los Sagrados Titulares de las hermandades de Sevilla, vemos que por sí solos nos ofrecen una completa catequesis y conforman una perfecta oración que tiene todos los elementos necesarios: adoración, gratitud, ofrecimiento y petición.

Es cierto que la Cuaresma y, especialmente, la Semana Santa son el culmen de la actividad de nuestras hermandades de penitencia, como los meses de mayo y junio lo son para las sacramentales y de gloria, pero no es menos cierto que durante todo el año nuestra cercanía a esas Imágenes benditas es constante y creciente. Las distintas y numerosas actividades de todo tipo, no sólo religiosas, sino también culturales, deportivas, etc. nos mantienen en contacto, en diversos grados, con todas y cada una de las hermandades. Y en cada una de esas actividades la oración está presente de manera colectiva, pues señalan el sentido de la acción fundamental que nos une, que son los fines de nuestras corporaciones: Adorar a Jesús Sacramentado, dar culto a Nuestros Sagrados Titulares y fomentar la caridad fraterna entre nuestros hermanos. Así, unidos en la oración y en la acción, alcanzaremos el premio que el Señor nos ha prometido.

Hace unos años, cuando aún ejercía de Hermano Mayor, con motivo de una mesa redonda celebrada en la Facultad de Derecho de la Universidad de Huelva, me preguntaron si la gente rezaba al presenciar el discurrir de nuestros pasos. Desde mi posición en la cofradía disponía de una situación inmejorable, pues podía observar los rostros, las miradas, las manos y los gestos de quienes estaban en la cercanía. Mi respuesta fue afirmativa, aunque reconocí que no eran muchos los que lo hacían de una manera acorde con lo que se estaba celebrando. Y aclaré que esas oraciones eran de la más diversa índole, pues había quien se santiguaba, quien movía los labios musitando una plegaria en cualquiera de sus formas, quien tenía arrasados los ojos en lágrimas y un nudo en la garganta le impedía decir nada, quien esbozaba una sonrisa de felicidad inmensa y también quien lanzaba un piropo más o menos bonito, pero siempre salido de lo más hondo de su ser. También me preguntaron si me parecían bien los piropos a la Virgen y respondí que si en ellos ponían el corazón, eran respetuosos y se hacían a modo de plegaria, no me parecían mal. ¿A qué hijo no le gusta que le digan a su madre cosas bonitas? Si yo digo: “¡Viva la Virgen de la Paz!” o “¡Madre mía, qué guapa vas!”, ¿A quién puede molestar? Pero si se trataba de esos coros desvergonzados, vociferantes, estridentes, que ni siquiera son propios de forofos deportivos a los que pretendían emular, esos me repelían, como a cualquier persona, cofrade o no, que sintiera el respeto y sentimiento que una imagen sagrada debe merecer. A esos niñatos había que compadecerlos y elevar una plegaria al Padre, repitiendo las palabras de Cristo en la cruz: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”. Afortunadamente, hoy casi han desaparecido estos grupos que no pintan nada en un acto piadoso. Lo malo es que han sido sustituidos por otros peores que provocan un serio peligro y ya han ocasionado lesiones graves tanto a los que realizan la Estación de Penitencia, como a quienes, con mayor o menor devoción los acompañan con respeto y devoción. Estos gamberros que se dedican a asustar y a provocar el pánico entre una multitud confiada que sólo busca la paz y el recogimiento. Y lo peor es que quienes tienen la obligación de legislar para poner freno a estos actos vandálicos, están mirando para otra parte, ocupados en sus particulares luchas partidistas y en la captación de votos sea de la manera que sea. Y así nos va.

Al hilo de esto de la oración y de los piropos a la Santísima Virgen, os voy a relatar un hecho que me contó el recordado y muy apreciado Cardenal D. Agustín García Gascó, que Dios tenga en su Gloria, a quien le gustaba, cuando venía a Sevilla, pasear por el centro y sentarse a tomar un café. En uno de estos paseos me contó lo siguiente: “Un amigo que estaba de visita en Bélgica, cuando aún vivía el Rey Balduino, de gratísimo recuerdo para todo el mundo, por su bondad y bien hacer en su país, asistió a un acto público presidido por el monarca. Las gentes mostraban al Rey su cariño con grandes vítores y aplausos; pero mi amigo oyó, no sin asombro, que, aunque el Rey, en esta ocasión, no iba acompañado por la Reina Fabiola, los gestos y gritos de cariño y respeto que el público dedicaba al monarca también se hacían extensivos a la Reina. Así coreaban ¡Viva el Rey! añadiendo seguidamente ¡Viva la Reina! Extrañado el forastero preguntó a un hombre de los que más aplaudían y vitoreaban: “¿Por qué se dan vivas a la Reina si ella no está presente?” La respuesta le dejó muy sorprendido: “Porque le gusta al Rey”.

Y porque le gusta al Rey, a Cristo Rey, nosotros, las hermandades sevillanas, hemos concebido una oración hecha obra de arte, que es el paso de palio. Y entronizada en él, aclamamos a la que es Reina de cielos y tierra, Reina de nuestros corazones, Vida, Dulzura y Esperanza Nuestra. Y la rodeamos de flores y la engalanamos con lo mejor que podemos ofrecerle. Y le colocamos delante una candelería para alumbrar su belleza inmaculada. Y la coronamos con una presea primorosamente labrada. Y la paseamos por Sevilla para que reciba los besos y piropos más encendidos de los que, con filial devoción, nos acercamos a verla. Por eso, el Señor no puede más que complacerse ante estas muestras de amor entregado a su Santísima Madre y Madre nuestra. Ella nos dirá: “Haced lo que Él os diga”, y nos llevará a Él que es el Camino, la Verdad y la Vida, Principio y Fin de todo lo creado. ¡Cristo es la verdadera Esperanza de la humanidad para su salvación, no lo olvidemos nunca!

María Santísima de la Paz, mediadora y corredentora. Aún guardo el inolvidable recuerdo de la noche de un Domingo de Ramos, hace ya algunos años, cuando regresabas al barrio y tu paso iniciaba la “revirá” que lo enfilaría a la recta final hasta la parroquia. Tus fieles hijos, nazarenos y devotos te acompañaban en gran número pero sin apreturas, en un respetuoso y grato silencio. Sólo se oía el rachear de los pies de tus costaleros, la voz serena y apagada del capataz, el sonido de las bambalinas golpeando los varales del palio y, ocasionalmente, la música que, sin estridencias, colaboraba a hacer más íntimo ese momento. Muchos de los que presenciábamos la escena nos conocíamos, éramos casi los mismos de todos los años. Apenas intercambiamos un gesto de saludo, si acaso unas muy breves palabras. Todos vivíamos ese momento que, aunque repetido cada año, no dejaba de conmover nuestros sentidos hasta el punto de parecernos inéditos, que no habíamos vivido esta escena nunca. Todos estábamos pendientes de Ti, Madre, y andábamos al ritmo del avance de tu paso, sin poder apartar la mirada de tu hermoso rostro velado por el humo de la candelería que lo alumbraba. El azahar, acudiendo a su anual cita, nos embriagaba con su inigualable aroma, compitiendo con el del incienso que quemaban los jóvenes acólitos que te precedían, cansados pero felices de haber podido estar tan cerca de ti. La luna, que el Jueves Santo luciría plena, no quería perderse ese perfecto y único momento, iluminándonos con su luz plateada, en especial el palio y, a través de él, tu bellísimo rostro. Todo era hermoso, íntimo, inigualable, perfecto. El tiempo iba de puntillas, no corría, como queriendo hacer eterna la noche. Yo estaba realmente extasiado ante tanto gozo, ante tantas gratas sensaciones imposibles de describir. No pude ni quise separarme de Ti; deseaba alargar ese momento, no quería que terminara nunca. Recordándolo con el cariño y la pátina que le han proporcionado los años, he compuesto estos torpes versos que son fiel y agradecido reflejo de los íntimos sentimientos despertados en ese encuentro único y feliz. Esta es, Madre, mi rendida ofrenda de amor filial.

Rayo de amor que funde en luz pura.
Dulce morada en tu dolor latente.
Fue prodigio mirarte frente a frente
y encenderme el alma en tu hermosura.
Fue como un fresco soplo de ternura
ver tu belleza serena y doliente.
Faro que alumbró mi alma impenitente.
Gracia de Dios para alcanzar la Altura.
Anuncio de la dicha prometida,
llena de pureza y guía de mi vida,
visión feliz de un Reino cierto y veraz.
Ráfaga de dulzura, refugio mío,
a tu maternal amparo me confío,
¡Bendita y eterna Virgen de la Paz!

Muchas gracias y que Dios os bendiga.

Pronunciado por Adolfo Vela Rey